Fue hace una semana pero parece que pasó una década. En los primeros días de febrero, los canales de noticias en la televisión paga y los noticieros de la TV abierta de Buenos Aires transmitían en simultáneo las repercusiones del hallazgo de agresiones a niños en un jardín de infantes, “Tribilín”, en la ciudad de San Isidro, en el norte del Gran Buenos Aires.
Una semana y mediana después, el tema desapareció de los medios de comunicación porteños, tapado por otras noticias. En este contexto de amnesia informativa, cobra más sentido la lectura de la siguiente nota de mi amigo y colega David Kohler, que publicamos en la edición 228 de Pulso Cristiano:
Tribilín, el nombre del personaje animado de Walt Disney, se ha convertido en la Argentina de los últimos días en sinónimo de horror. Un jardín de infantes en la ciudad de San Isidro, en el norte del Gran Buenos Aires, fue denunciado por los abusos que habrían sufrido sus niños de parte de sus maestras.
La audición de la grabación realizada por un padre me horrorizó. La madrastra malvada de La Cenicienta parece una pintura naif frente a los gritos e insultos que recibían los pequeños de entre 45 días y tres años de edad.
Pero quien camine los barrios de cualquier barrio popular con el oído atento podrá escuchar a padres nerviosos, frustrados quizás, maltratando a sus propios hijos a los gritos, con agresiones verbales que destruyen su autoestima. Otras veces los golpean. Son padres que piensan que los hijos son de su propiedad y que por lo tanto pueden hacer lo que quieran con ellos. En las zonas más acomodadas es más difícil detectar el sufrimiento de los pequeños.
Pero existe, tal como se lo dijo a Pulso Cristiano en esta entrevista la educadora Betty Constance: “Es el problema número uno (la soledad), que contribuye a la violencia y a otros problemas psicológicos de conducta que pueden tener los niños. En muchos casos están solos aún estando acompañados, porque si hablamos de niveles altos el chico está al cuidado de una niñera que se ocupa de él como un trabajo, y si hablamos del otro nivel es un niño abandonado porque los padres están trabajando, o es una madre sola que no puede estar en la casa.”
¿Qué puede hacer la iglesia? En primer lugar lavar sus propios trapitos sucios, porque la violencia también existe en las familias cristianas.
Es llamativo que las organizaciones impulsoras de la campaña “Hagamos un trato por el buen trato” destinada a bajar los niveles de agresividad de los adultos hacia niños y adolescentes, sugieren que la campaña se realice primero hacia el interior de cada congregación.
Detectar y sanar los maltratos familiares en las iglesias permitirá dar una mano a los más débiles, tal como lo sostiene Constance en la misma entrevista: “El papel que la iglesia tiene que asumir es como el de un abogado defensor entre la realidad del niño, la familia y el Señor, que la familia esté siendo continuamente estimulada a ser mejor familia, fortalecida de todas las maneras posibles para que este niño no esté tan solo. (…) Y si el evangelio no viene a traer cambios a ese mapa familiar, yo creo que no sirve, estamos fallando terriblemente al Señor”.