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Personal

Recuerdos y duelos de María y Martha en Jardín de Paz

By 12 octubre, 2014octubre 11th, 201513 Comments

Desde hace seis años voy al cementerio Jardín de Paz, en el km 32,5 de la autopista Panamericana ramal Pilar, en el norte del Gran Buenos Aires. Allí está enterrada María, mi primera hija, desde el 13 de octubre de 2008, dos días después de su fallecimiento en un accidente de tránsito. Y en la misma parcela está mi mamá, Martha Laurencena de Dergarabedian, desde el 1 de octubre de 2013, también dos días después de su muerte.

Compré esa parcela en diciembre de 1991, bajo el impacto de la muerte de la esposa de un amigo mío en una operación. Él había penado mucho hasta conseguir un lugar en un cementerio en Campana, una ciudad unos 80 km al norte de Buenos Aires, para inhumarla algunos días después de su fallecimiento.

Cuando hablaba con Cristina, mi esposa, sobre el caso de este amigo, sonó el teléfono en nuestro departamento en Buenos Aires. Era una vendedora de parcelas del cementerio privado Jardín de Paz.

Ante la sorpresa de la mujer, acordé enseguida una fecha para encontrarnos. Pocos días después firmábamos en nuestro departamento el contrato de compra de la parcela mientras Cristina tenía en sus brazos a María, que era una beba de casi 10 meses…

La vendedora reconoció que había sido la venta más sencilla y rápida de su carrera. Le expliqué que no quería que mi familia pasara por el trance que había sufrido mi amigo.

Casi 17 años después de esa operación comercial, en medio de un inmenso y profundo valle de sombras por la muerte de María, agradecí a Dios porque me había inspirado a tomar esa decisión de comprar la parcela.

Luego del fallecimiento de María, con mi madre hablamos varias veces sobre entierros, cremaciones y duelos. Para ella era algo cotidiano enfrentarse con el dolor de la partida, porque entre sus múltiples trabajos estaba el pastoreo espiritual del grupo de adultos mayores viudos, separados, divorciados o solteros de la Iglesia del Centro. Por mes fallecían un par de integrantes de ese grupo; algunas meses era uno solo, pero otros meses, tres o más.

La voluntad de mamá, no expresada por escrito aunque sí varias veces en forma oral, era que su cadáver fuera cremado. Ella conocía de cerca las molestias y los conflictos y los gastos que ocasionan en los deudos un entierro y el mantenimiento de una tumba. En cambio, una cremación elimina todos esos problemas de una forma práctica y sencilla.

Antes de la muerte de María, yo pensaba que la cremación dependía, y depende, mucho de cada caso personal. Pero luego del fallecimiento de mi hija, la deseché. Y lo mismo decidí con mi madre.

Mis razones para descartar la cremación son las siguientes: en circunstancias normales (una circunstancia anormal, por ejemplo, es una epidemia que obligue a cremar un cadáver por razones sanitarias) es necesario para el trabajo de duelo disponer de un lugar físico definido donde se puede expresar el dolor y recordar a la persona que falleció. Y en especial, para aquellas personas que no pudieron estar presentes en el entierro, un paso fundamental en el proceso de duelo.

Por ejemplo, en el caso de María, que falleció a los 17 años de edad, su muerte provocó un «shock» profundo en las vidas de sus amigos y de sus compañeros del quinto año del ciclo secundario del colegio Lasalle de Florida. Durante muchos meses, Jardín de Paz fue el destino habitual de estos adolescentes y jóvenes, quienes iban al cementerio para recordarla.

Insisto en este punto: antes de tomar la decisión de cremar el cuerpo del ser querido, conviene analizar el contexto y la situación personal de los más cercanos a la persona fallecida. No es una opción que recomiendo para quienes perdimos un hijo, pero no hay reglas escritas.

Habitualmente la duración mínima de un duelo es de un año, el período mínimo necesario para vivir las fechas especiales sin la persona amada. Por supuesto, puede ser mayor, depende cada caso. Reitero: no hay reglas escritas.

En ese primer ciclo anual, que incluye las fechas de nacimiento y las fiestas de fin de año y algún otro aniversario especial, el trabajo de recordar a la persona en el lugar donde está enterrado es reparador y sanador, de acuerdo a mi experiencia personal.

En ese año inicial, aprendí a lidiar con ese mito de que «el tiempo lo cura todo», una creencia falsa que afecta la evolución del duelo, porque supone que el dolor decaerá con el paso de los días. En el duelo no es ése el caso, porque a medida que pasan los días el dolor se agudiza.

Tampoco se debe confundir la duración del duelo con el grado de amor. Un menor tiempo transcurrido no significa querer menos a la persona que se fue, así como un mayor tiempo no significa querer más.

¿Por qué sigo yendo al cementerio luego de ese primer año? Porque cuando me detengo frente a la tumba donde están mi hija y mi madre, compruebo que aprendí a vivir sin ellas y que puedo recordar a quienes perdí sin sentir tanto dolor.

No es necesario olvidar, podemos recordar sanamente y aprender a relacionarnos con quien se fue de una manera diferente. Y una tumba es un buen lugar para ese necesario ejercicio de memoria.

Este 12 de octubre de 2014 fui de nuevo a Jardín de Paz. Ya se había cumplido el primer ciclo anual posterior a la muerte de mi mamá. En este año que pasó desde su partida, había ido en diciembre de 2013, cerca de la fecha de nacimiento de ella, y en febrero, cerca del día del nacimiento de María.

Jardín de Paz es un lugar que cumple en forma satisfactoria las condiciones para el duelo presencial. El verde de los jardines y de los árboles, el color de las flores, el canto de los pájaros, la uniformidad y la sencillez de las lápidas, la ausencia de placas, conforman un contexto que permite concentrarse en el recuerdo, con la esperanza de un reencuentro en la presencia de Dios.

La siguiente foto fue tomada ese día, detrás de las flores está mi parcela. Puedes ver otras fotos de ese día aquí.

Parcela en Jardín de Paz.

Alguna vez, si Dios me lo indica, compartiré más sobre estos procesos de duelo por las partidas de María y Martha y las enseñanzas que recogí de estos trabajos, con la intención de bendecir a otras personas que pasen por pruebas similares.

A principios de octubre estuve por motivos laborales en España, donde pude reunirme con una amiga cristiana, cuya hija mayor, de 22 años, sufre desde fines de 2013 un cáncer de estómago.

Fue una charla intensa en un aeropuerto, antes de mi regreso a la Argentina. Repasamos el proceso de duelo por la muerte de una hija, quizás la prueba más dolorosa que debe enfrentar una persona en esta tierra. Se trata de una tragedia, porque es antinatural que un padre o una madre entierren a un hijo.

Esa conversación, cruda y descarnada por la valentía y el coraje de mi amiga, me asomó al valle de sombras de dónde nos sacó Dios, mi Señor para quien ni las tinieblas son oscuras, como dice la siguiente canción, inspirada en la prueba que atravesamos y sobre la cual escribí esta nota.

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César Dergarabedian

Soy periodista. Trabajo en medios de comunicación en Buenos Aires, Argentina, desde 1986. Especializado en tecnologías de la información y la comunicación. Analista en medios de comunicación social graduado en la Universidad del Salvador. Ganador de los premios Sadosky a la Inteligencia Argentina en las categorías de Investigación periodística y de Innovación Periodística, y del premio al Mejor Trabajo Periodístico en Seguridad Informática otorgado por la empresa ESET Latinoamérica. Coautor del libro "Historias de San Luis Digital" junto a Andrea Catalano. Elegido por Social Geek como uno de los "15 editores de tecnología más influyentes en América latina".

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