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Entre 1972 y mediados de la década del ’80 del siglo pasado compré y leí la revista semanal deportiva El Gráfico.

Cuando era niño mis padres me llevaban los martes la edición de esa semana.

Ya adolescente iba por mi cuenta los lunes a la noche al kiosco de revistas de avenida Rivadavia al 3500, a pocos metros de la esquina con la calle Maza, a unas dos cuadras del departamento de mi familia, en el barrio porteño de Almagro, para ver cómo llegaba la camioneta con los flamantes ejemplares y comprar uno de ellos, con esa fragancia virginal de la tinta levemente fresca.

Esa misma noche comenzaba a leer acostado en la cama de mi habitación las crónicas y los análisis de los partidos de fútbol del fin de semana pasado y las entrevistas a los protagonistas de diferentes disciplinas, además de repasar las estadísticas.

Eran épocas de gloria para el deporte argentino, con campeones de la talla de Carlos Monzón y Guillermo Vilas, además del River Plate multicampeón que dirigía Ángel Labruna.

La lectura de las notas de El Gráfico reforzaron la raíz de mi vocación por el periodismo, arraigada en el terreno fértil que habían abonado las lecturas de Julio Verne y Emilio Salgari, entre otros autores.

Uno de los periodistas de El Gráfico que más me llamaba la atención por su escritura singular era Osvaldo Ardizzone, conocido en el ambiente de las redacciones como «El viejo».

Ardizzone mixturaba la elegancia con el estilo directo, aromatizados por su porteñidad de café y de barrio.

Hasta 1977 predicó en sus notas a favor del buen juego de fútbol, basado en la habilidad y la sorpresa.

Su texto más famoso se llama «El hombre común», puedes leerlo completo aquí o leído por el propio Ardizzone en el siguiente video (en rigor, es un audio).

El 8 de enero se cumplió un nuevo aniversario de su fallecimiento, registrado en 1987.

El colega Juan Ignacio Ruiz escribió un perfil que publicó unos días después de ese aniversario la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (UTPBA) y que transcribo a continuación, a modo de homenaje a un periodista que marcó huellas en mi vida:

Fue un tipo original y talentoso, un “distinto” para utilizar un término vinculado al fútbol, ese fútbol que lo llevó a enfrascarse una y mil veces en esas discusiones apasionadas e interminables en las que uno defiende una trinchera a como de lugar, ese fútbol que también le dio la chance de recorrer buena parte del mundo y que nos dejó, a todos, algunos artículos brillantes, con su sello inigualable.

Fue, además, un tipo que nació y creció con los lugares comunes de aquel que desde pibe ama y vive la bohemia, la noche, el bar, el café. Nació en el barrio de La Boca el 10 de noviembre de 1919 y creció en esas calles de adoquín y de códigos, de picardía y de amistad.

Perdió a su padre cuando tenía 14 años, y al poco tiempo trabó amistad con la calle Corrientes, que fue un poco el patio de su casa. Allí conoció y compartió buena parte de su vida con personajes de la talla de Aníbal Troilo, Enrique Santos Discépolo, y a figuras futbolísticas como Adolfo Pedernera o el “Charro” José Manuel Moreno.

En 1950, y luego de algunos años en la parte contable de Editorial Atlántida, se probó la pilcha de redactor. En las cenas que compartía con Dante Panzeri, director de El Gráfico, las charlas sobre fútbol eran moneda corriente. El análisis y el enfoque de Osvaldo siempre le parecían pertinentes a Panzeri: “¿Por qué lo mismo que me contás acá no lo hacés en la revista?” le propuso a Osvaldo Bramante, quien tomó a los pocos días el apellido de la madre, Ardizzone, por cuestiones meramente burocráticas.

Se destacó por su modo de escribir, elegante pero también directo, entendible, con aroma futbolero y de café. Siempre defendiendo el buen juego, el toque, el pase, la gambeta, el fútbol que le gusta a la gente, se podría decir.

En El Gráfico trabajó hasta 1977. Luego se sumó al semanario deportivo Goles Match, donde creó la columna Juan, el hombre común, que cuenta la vida de todos los días del laburante, el amigo, el novio, el amigo, el vecino y el compañero, es decir, contaba los pequeños momentos, de gloria y de decepción de la mayoría de la gente de este mundo.

Luego fue prosecretario de redacción de la sección de deportes del diario Tiempo Argentino, y trabajó en la revista Humor y en la agencia Noticias Argentinas.

Fue un jugador de toda la cancha Osvaldo: incursionó en el género café-concert en 1976, llevando a cabo el espectáculo Chau, Ventarrón, donde interpretaba poemas, monólogos y canciones de su autoría. También presentó El hombre común y A solas con uno mismo.

Tuvo un paso por la radio, allí en uno de los clásicos radiales de la historia argentina, La vida y el canto, conducido por Antonio Carrizo en Radio Rivadavia condujo la sección Cartas de Osvaldo Ardizzone, en la cual reseñaba la vida y obra de diferentes personalidades de la vida pública de nuestro país.

Osvaldo también fue marido -de Delia-, y padre -de Rodolfo, Daniel y Gustavo-. Osvaldo dejó vida, amistad, anécdotas y frases, muchas frases. A 31 años de su partida es inevitable recordar una particularmente: “Todos sabemos que la muerte llegará alguna vez. Pero hay casos en que a la muerte habría que matarla”. Otra vez tenés razón Osvaldo.


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César Dergarabedian

Soy periodista. Trabajo en medios de comunicación en Buenos Aires, Argentina, desde 1986. Especializado en tecnologías de la información y la comunicación. Analista en medios de comunicación social graduado en la Universidad del Salvador. Ganador de los premios Sadosky a la Inteligencia Argentina en las categorías de Investigación periodística y de Innovación Periodística, y del premio al Mejor Trabajo Periodístico en Seguridad Informática otorgado por la empresa ESET Latinoamérica. Coautor del libro "Historias de San Luis Digital" junto a Andrea Catalano. Elegido por Social Geek como uno de los "15 editores de tecnología más influyentes en América latina".

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