Conocí personalmente a Raniero Cantalamessa en junio de 2006 cuando participó en Buenos Aires de una reunión unida de católicos carismáticos y evangélicos. Había leído alguna vez sus sermones ante Juan Pablo II, en su rol de “predicador del Papa”, pero luego de escucharlo lo tengo como uno de mis escritores cristianos preferidos, por la bendición que trae sobre mi vida.
En una de sus reflexiones, difundida por la agencia Zenit, este padre capuchino italiano compartió su opinión sobre un mal muy extendido en la iglesia: la hipocresía, el pecado que Dios denuncia con más fuerza, pero que también es el menos admitido.
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios”, dice una de las bienaventuranzas. “Lo que decide la pureza o impureza de una acción es la intención: si se hace para ser vistos por los hombres o para agradar a Dios”, apuntó Cantalamessa. Y es que “en realidad la pureza de corazón no indica, en el pensamiento de Cristo, una virtud particular, sino una cualidad que debe acompañar a todas las virtudes, para que sean de verdad virtudes y no ‘espléndidos vicios’ «; por eso “su contrario más directo no es la impureza, sino la hipocresía”, señaló el padre.
Con la hipocresía “el hombre rebaja a Dios, le sitúa en el segundo lugar, colocando en el primero a las criaturas, al público”, prosiguió. De manera que “la hipocresía es esencialmente falta de fe”, recalcó, pero también “falta de caridad hacia el prójimo, en el sentido que tiende a reducir a las personas a admiradores”.
“Nunca se habla de la relevancia social de la bienaventuranza de los puros de corazón”, pero “estoy convencido –manifestó el padre Cantalamessa– de que esta bienaventuranza puede ejercer hoy una función crítica entre las más necesarias en nuestra sociedad”, pues “se trata del vicio humano tal vez más difundido y menos confesado”.
Esto se traduce en llevar dos vidas: una es la verdadera, la otra la imaginaria que vive de la opinión, propia o de la gente; se refleja, según el capuchino, en la cultura de la apariencia, en la tendencia que tiende a vaciar a la persona, reduciéndola a imagen, o a simulacro.
Cantalamessa hizo hincapié en que la hipocresía acecha a las personas religiosas por un sencillo motivo: “donde más fuerte es la estima de los valores del espíritu, de la piedad y de la virtud, allí es más fuerte también la tentación de ostentarlos para no parecer privados de ellos”.
Pero existe “un medio sencillo e insuperable para rectificar varias veces al día nuestras intenciones”, propuso el predicador de la Casa Pontificia; nos lo dejó Jesús en las tres primeras peticiones del Padrenuestro: “Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad”.
“Se pueden recitar como oraciones, pero también como declaraciones de intención: todo lo que hago, quiero hacerlo para que sea santificado Tu nombre, para que venga tu reino y para que se cumpla tu voluntad”, añadió.
“Sería una preciosa contribución para la sociedad y para la comunidad cristiana si la bienaventuranza de los puros de corazón nos ayudara a mantener despierta en nosotros la nostalgia de un mundo limpio, verdadero, sincero, sin hipocresía -ni religiosa ni laica-, un mundo donde las acciones se corresponden con la palabras, las palabras con los pensamientos y los pensamientos del hombre con los de Dios”, concluyó Cantalamessa.
Nota propia publicada originalmente en la edición 233 de Pulso Cristiano.