El 24 de abril se cumplirán 100 años del inicio del genocidio armenio, mi comunidad de origen por el lado paterno.
Uno de los desafíos que plantean el trabajo de recordar y homenajear a las víctimas y damnificados de estas tragedias es encarnar a esas personas para que dejen de ser una cifra, una más entre miles de protagonistas anónimos. Con ese propósito entrevisté a argentinos descendientes de sobrevivientes del genocidio.
En las siguientes líneas, el testimonio de la licenciada en periodismo y profesora de comunicación Virginia Himitian, 42 años, residente en la ciudad bonaerense de Tandil.
Moisés tenía solo 15 años cuando el ejército turco llevó a la deportación a su familia y a cada habitante de Aintab. Aintab era una viva ciudad litoraleña de fluido intercambio comercial y uno de los epicentros culturales de Armenia.
Habían caminado durante semanas teniendo el desierto de Der-Zor como destino final, pero él ya no estaba seguro de si llegaría. Le dolían los pies, que se asomaban enrojecidos por las grietas de sus zapatos. Y le dolía el corazón acorazado en el pecho de tanta muerte que había presenciado. No esperaba algo mejor. Había visto morir en la travesía a sus padres y hermanos. De las diez mil personas que habían partido de Aintab con lo puesto, solo quedaban ochocientas. Ochocientas almas que habían visto demasiado. El hambre, la sed, las enfermedades se habían puesto codo a codo con los curvos sables turcos para exterminarlos.
Estaba por anochecer y el cielo se volvía de un gris cada vez más intenso. La guardia turca que escoltaba a los prisioneros los acomodó para pasar la noche. Comenzó a llover con la furia con la que el cielo descarga el enojo ante la injusticia. Los soldados cerraban el perímetro haciendo guardia bajo la copiosa tormenta. Moisés pensó que ya no tenía nada que perder. Su familia y amigos habían corrido la peor de las suertes. Entonces vio en el cortinado de agua su única chance. Sigilosamente, cuerpo a tierra, se arrastró palmo a palmo atravesando el muro humano y rogando en una plegaria desgarradora que no lo divisaran. El cielo fue su aliado, y mientras reptaba en el lodo sintió en las entrañas el pinchazo de la esperanza.
Una vez que rebasó la guardia echó a correr hasta llegar a una ruta desconocida. Estaba exhausto, enfermo y hambriento. Sintió que las fuerzas lo abandonaban y se desplomó en el suelo. Cuando despertó, se encontraba tendido en una cama ajena. Un turco de la región lo había encontrado en el camino a medio morir. En secreto se lo había llevado a su casa, curándolo y lo alimentándolo. Semanas más tarde, cuando lo vio más repuesto le indicó el camino que, atravesando montes lo llevaría hasta Siria.
Era cerca del mediodía cuando logró cruzar la frontera. La sensación que tenía en el pecho era extraña. Una mezcla entre desazón y alegría. La adrenalina que todavía sentía en el cuerpo no lo dejaba pensar bien. Delante suyo el pasado y el futuro danzarían para siempre entre los montes de Armenia. Había escapado del primer genocidio del siglo XX.
* * * * *
Virginie tenía 12 años. Era menudita y de cabellos rizados. Caminaba con desconcierto entre la gente que la rodeaba, parientes, amigos, todo el pueblo. Hacía días que deambulaban por el polvoriento desierto sin saber cuál sería su suerte. El ejército turco escoltaba la marcha. Todos en silencio iban avanzando lento, pateando los pensamientos junto con las piedras del sendero. Ella no tenía consuelo, su madre había fallecido en esa travesía sin sentido. Le quedaban su padre y sus cinco hermanos, que caminaban a su lado, absortos en la tristeza.
Al llegar a un cruce de caminos, apareció ante ellos una plaza amurallada. Era el lugar en el que los campesinos de la región comercializaban sus cosechas. Por orden del ejército, la caravana de armenios entró para pasar la noche. El grupo avanzaba sostenidamente hacia el interior. Un campesino turco que iba en su carro por el mismo camino, redujo la marcha y entre dientes le indicó al padre de la niña que subiera a los suyos al carro y los escondiera entre la paja. El hombre no lo pensó mucho, ¿cuáles eran sus otras alternativas? Y de un salto se encaramó y ayudó a subir sus seis hijos. Los tapó bien con el heno, esperando en silencio alejarse del grupo.
Al llegar a una zona de montañas, el campesino le dio provisiones para varios días y le dijo que permanecieran escondidos en la cueva que se divisaba entre las rocas. Hoy iba a ser una noche trágica para sus congéneres. Les indicó el camino que podrían tomar para dirigirse a Siria. No dijo más, montó su carro y se alejó.
Comenzaba a caer el sol. Escondidos entre las rocas vieron como los soldados continuaban vigilando a la columna humana que entraba en el fortín. Le llevó bastante tiempo a la gente terminar de entrar a ese lugar amurallado. Finalmente se cerraron las puertas. El grupo respiró aliviado de la caminata de tantas jornadas. Se acomodaron como pudieron compartiendo abrigos y el bocado de pan que les había quedado. Era una suerte que los soldados hicieran guardia del lado de afuera. Así podrían volver a ser ellos por un rato, sin la hostigadora presencia de las armas apuntándoles. Se oían movimientos afuera, tras los muros, pero nadie se preocupó, al menos por unas horas estarían a salvo.
Desde las montañas Virginie observaba el ir y venir de los soldados. Estaban bajando grandes barriles de sus carros. Para su espanto vio como comenzaban a rociar de querosén los muros del fortín. Minutos más tarde todo era una llamarada incandescente subiendo hasta el cielo. Los gritos desgarradores de sus amigos y familiares le atravesaron los tímpanos y se le quedaron para siempre en el alma. Escondió la cabeza dentro del abrigo que llevaba. Intentó taparse los oídos, pero los aullidos y el chasquido del fuego devorándolo todo eran imposibles de eludir. El humo se elevaba hacia el cielo en un clamor enorme.
Y llegó la mañana. Las cenizas grises parecían a lo lejos un mar en calma. Nada más alejado de lo que sentía por dentro. Solo ellos habían logrado escapar. ¡Solo ellos! Virginie había sentido el abismo de la pérdida cuando murió su madre, pero no había pensado que podía ser aún más grande. Sin embargo esos gritos se habían quedado con ella. Aturdidos, tristes y en silencio, después de atravesar montes y desiertos, cruzaron la frontera que los llevaba a Siria.
Muchos años después, Moisés y Virginie se encontraron en Siria. El dolor y el amor los unieron. Se casaron y tuvieron siete hijas.
Más tarde otra guerra los obligó a emigrar. Lejos, en una tierra ajena, le contó este relato a Jorge Himitian, uno de sus nietos. Ese nieto es mi padre y cuando tuvo que elegir un nombre para mí, pensó en honrar a esa gran mujer y por eso llevo como herencia su nombre.
“No se trata de echar culpas, sino de asumir responsabilidades. Esconder o negar el mal es como dejar que una herida continúe sangrando sin sanarla”. Papa Francisco.
PD: Virginia vive en Tandil junto con su esposo y sus cuatro hijos, donde realizan una labor pastoral estableciendo iglesias embrionarias en un contexto de posmodernidad.
Puedes leer las respuestas del resto de los entrevistados aquí.
Conmovedora historia. Un orgullo llevar la sangre de bisabuelos que padecieron el genocidio. Oremos por las almas de todos los asesinados y porque el mundo todo reconozca una verdad histórica irrefutable
Virginia: Un abrazo de un judio descendiente de judios sobrevivientes de varios genocidios. Tu nota en la Nacion me hizo llorar. rene leon