A las 16.00 del 14 de julio de 2015 entró al café Tortoni Daniel Kabakian, uno de mis 50 invitados para celebrar mis 50 años, una idea sobre la cual puedes leer más en esta nota.
De mi lista de 50 invitados excluí a mis parientes directos y a mis compañeros actuales de trabajo. Todos ellos me soportan y toleran a diario…
La cuasi excepción a esta regla fue Daniel, un hombre hoy de 52 años, que mi mamá adoptó en forma temporal en la década del 70 cuando él era adolescente y su madre y su hermano debieron ser internados en un hospital por sus problemas psiquiátricos.
Gracias a ese tiempo que convivimos Daniel y yo, nos consideramos casi como hermanos, aunque de hecho lo somos en Cristo, porque compartimos la misma fe cristiana desde adolescentes.
Profesor de contabilidad y economía en un colegio secundario estatal en el barrio porteño de Liniers y en el colegio Carlos Pellegrini, padre de dos hijos, Daniel es un descendiente directo de armenios.
Se mantiene igual que hace unos veinte años, cuando dejamos de comunicarnos y vernos. Pelo negro escaso y ralo y ensortijado, una mirada fija, un hablar quedo y sin matices: verlo y escucharlo me llevaron a mi adolescencia.
Durante una hora y media merendamos (él con un café y un sándwich tostado de jamón y queso, y yo con un café con crema con dos medialunas de manteca) e intentamos ponernos al día.
Por supuesto, no lo logramos, buena excusa para seguirla en una próxima ocasión, como felizmente le pasó a todos mis invitados.