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En Artsaj (Nagorno Karabaj se llamó mientras integró la URSS) se volvió habitual ver cómo alguna persona se desploma en la calle por el hambre. Una familia admite que lo único que come son papas. Un día hervidas, al otro día fritas, si consiguen grasa o aceite. Otra dice que desayunan pepino y pan, si lo encuentran. Si tienen suerte, intercambian algunas zanahorias con el vecino que por fortuna las puede cosechar en algo de tierra. A cambio, otra familia le pasa alguna fruta si tiene la bendición de contar con algún frutal en su patio.

Los armenios de Artsaj, como en épocas soviéticas, exprimen lo poco de comida que puedan encontrar en la calle o sus fondos con terreno si lo tienen. Pero la pronta llegada del invierno será un arma letal. El hambre es consecuencia del bloqueo ilegal impuesto por Azerbaiyán hace ocho meses. Un arma invisible y silenciosa del genocidio en curso que ocurre hoy en esta República del Cáucaso Sur. Así lo definió un reciente informe que publicó el ex fiscal de la Nación Argentina, Luis Moreno Ocampo, miembro fundador de la Corte Penal Internacional y ex fiscal del Juicio a las Juntas en Argentina, en 1985.

Artsaj

Un edificio en Sushi muestra aun los impactos de la guerra de los 90 en que Artsaj (Nagorno Karabaj) luchó y obtuvo su independencia de Azerbaiyán. Hoy Sushi es parte del 70% del territorio ocupado por Azerbaiyán.

Artsaj: un nombre milenario

El antiguo y original nombre armenio de este territorio de poco más de 3 mil kilómetros cuadrados era Artsaj. Cuando pasó a formar parte de la Unión Soviética se llamó Nagorno Karabaj, voz rusa que significa «Montañas Negras».

Cuando cae la Cortina de Hierro y Nagorno Karabaj se independiza, vuelve a llamarse Artsaj, su nombre actual.

En otro lugar de Stepanakert, la capital de Artsaj, un hilo de voz gotea del pecho de una mamá: “Tengo dos hijos pequeños y el mayor problema es cómo conseguir pan cada día. No me refiero a comida porque no hay. Hablo de pan. Con una lapicera, nos marcan en la mano un número que corresponde a nuestro lugar en la fila. No siempre la cantidad de pan disponible coincide con la cantidad de personas que aguardan. Pasamos mínimo cuatro o cinco horas esperando. A veces son diez porque la gente se acerca desde la noche. Esta semana mis hijos volvieron a casa con las manos vacías. Los escucho y se me encoge el pecho: ‘Mamá, perdón, no lo conseguimos`. La mujer continua: “Mis hijos, mis sobrinos, los amigos de mis hijos, todos pequeños, no entienden por qué no hay más reuniones, ni celebraciones, ni cumpleaños. Por qué no decimos más la palabra “dulces”. No entienden por qué no van a la escuela; por qué no hay combustible y por qué las calles están desiertas. No entienden por qué antes había comida y ahora no. Ellos mismos graban las fotos que circulan en las redes sociales de los estantes vacíos en las despensas y supermercados. Quizá es una forma de probarse que nada hay. Si la comunidad internacional estuviera representada en Artsaj, los niños no tendrían que hacer de testigos. Todo está vacío”.

Frente a ella, Gegham Stepanian, ombudsman de la República de Artsaj, refriega sus manos delgadas contra sus ojos. No puede ocultar el dolor. Artsaj languidece segundo a segundo.

Artsaj

Miles de personas se manifestaron en Stepanakert para protestar por el bloqueo del único enlace terrestre con Armenia.

El 18 de agosto se cumplieron 250 días que sus 120 mil habitantes no reciben alimentos, ni medicinas, ni insumos básicos que habitualmente llegaban desde Armenia. El bloqueo ejercido Azerbaiyán, que cortó ilegalmente el Corredor de Lachin -única vía que conecta Artsaj con Armenia y con el resto del mundo- sometió a la población de Artsaj a una catástrofe humanitaria, calificada ya por muchos sectores de nuevo genocidio contra el pueblo armenio.

Desde el 12 de diciembre de 2022, cuando el régimen de Aliyev comenzó el bloqueo, Artsaj quedó abandonada a su suerte. Nadie entra y nadie puede salir de Artsaj, jaqueada por el hambre, la sed y sin atención médica.

En Artsaj subsisten 30 mil niños; 9 mil personas con discapacidad; 20 mil adultos mayores y 2 mil embarazadas.

Artsaj

El bloqueo de Azerbaiyán contra Artsaj comenzó el 12 de diciembre de 2022.

El régimen de Ilham Aliyev de Azerbaiyán desobedece el fallo vinculante de la Corte Internacional de Justicia de la ONU que el 22 de febrero ordenó mantener despejada la circulación a través del Corredor de Lachín. Desde hace un par de meses ni siquiera Cruz Roja circula y desde el 26 de julio una veintena de camiones con 400 toneladas de ayuda humanitaria que envió Armenia aguardan en la ruta para poder entregar el cargamento.

Vía zoom, en conferencia de prensa mundial con representantes de Artsaj y de Armenia, el abogado argentino Luis Moreno Ocampo, referente mundial en Derechos Humanos, reitera lo publicado en su informe:

“Existe un genocidio en curso en Artsaj. No lo digo yo. Lo afirma la Convención de Genocidio en virtud del artículo II, (c). Una de las causas de genocidio es ‘imponer deliberadamente al grupo condiciones de vida calculadas para provocar su destrucción física’. En Artsaj hoy no hay crematorios ni ataques con machetes. El hambre es el arma invisible y silenciosa del genocidio. Sin un cambio dramático inmediato, este grupo de armenios será destruido en unas pocas semanas”.

En medio de la tensión entre Europa y Medio Oriente por la guerra en Ucrania, Luis Moreno Ocampo manifiesta: “La guerra en Ucrania ya no puede ser excusa para detener el genocidio que está ocurriendo en Artsaj”.

Artsaj

Largas filas durante la noche para conseguir agua en Artsaj en medio del bloqueo impuesto por Azerbaiyán.

Las calles de Artsaj, que pude recorrer en 2016 y en 2018, hoy se ven desiertas. Apenas deambulan algunos pocos con los pies llagados y ensangrentados para conseguir migajas de alimento, pan o agua. La basura se acumula, el hedor se vuelve insoportable con el verano y la descomposición amenaza con expandir enfermedades donde justamente no hay atención médica ni medicinas. Sobrevuela además la amenaza de una nueva guerra que podría iniciar Azerbaiyán en septiembre. La última fue en 2020, con 5 mil jóvenes soldados armenios fallecidos en el frente y la pérdida de las dos terceras partes del territorio, hoy ocupado por Azerbaiyán.

Asistimos a un genocidio en el siglo XXI, transmitido en directo por redes sociales. Azerbaiyán mantiene cortado el gas, la electricidad e intermitentemente el agua e Internet. En estos más de 250 días de bloqueo, y según informa el Gobierno de Armenia, se registró la primera muerte por desnutrición crónica: un hombre de 40 años. Se incrementaron en forma alarmante los nacimientos de bebés prematuros y una mujer sufrió un aborto espontáneo. Nunca pudo asistirla la ambulancia porque no hay combustible. Se reporta un aumento de abortos espontáneos por la falta de atención médica. Y debido a la suspensión de atención, unos 1.800 pacientes se hallan en estado crítico.

El agua en Stepanakert es un tercio de la que necesita la población. Algunos niños acercan a los hospitales pequeños recipientes, cuando la encuentran. Otras mujeres mayores, con las piernas hinchadas por la falta de medicación para la presión, cargan baldes para llevar agua a sus casas. Mientras tanto, vehículos militares de Azerbaiyán disparan a granjeros que tratan de obtener algún alimento de la tierra.

Artsaj

Largas filas durante la noche para conseguir agua en Artsaj en medio del bloqueo impuesto por Azerbaiyán.

Azerbaiyán también secuestró a un paciente de 68 años que viajaba con la Cruz Roja para recibir tratamiento médico de urgencia en Armenia. Su familia imploraba en llanto que lo devolvieran. “Preferimos que muera en casa, sin atención, antes que en las cárceles de Bakú” dijeron. Amnistía Internacional ha denunciado la tortura de estado que funciona en Azerbaiyán. También expuesta por activistas de derechos humanos, entre ellos Leila y Arif Yunus, nacidos en Azerbaiyán, presos y torturados por el régimen de Aliyev, ahora viviendo con asilo político en Países Bajos.

El presidente de la República de Artsaj, Arayik Harutyunyan, suplica ayuda internacional inmediata y sanciones urgentes y categóricas a Azerbaiyán. El informe de Moreno Ocampo es clarísimo: “¿Qué más se necesita para demostrar las intenciones genocidas de Azerbaiyán? Ya cometió genocidio contra la población armenia de Artsaj”. Pero sin la reacción urgente de organismos de derecho internacional y derechos humanos, Artsaj y su gente desaparecerá y pronto”.

Mis retinas retienen los ojos de los niños de Artsaj. De la emblemática Catedral de Sushi -la ciudad emblemática- hoy usurpada y convertida en mezquita. La mirada de las abuelas que me observaban igual que las mías. Sus pupilas son resistencia y generosidad. En Artsaj y en Armenia, las familias te invitan a sus casas sin conocerte. Te hacen pasar y te ofrecen lo mucho o poco que tienen. Lo volví a experimentar este año, cuando regresé a Armenia y me quedé tres meses. En la mesa ofrecen manzanas, damascos, uvas, granadas y ganachí -hierbas que crecen naturalmente-. Preparan café con borra y no permiten que el invitado se levante hasta que termine el último resto. Lo mismo hacía mi abuela Armenuhi en su casa de Villa Urquiza, la protagonista de mi novela “Nomeolvides Armenuhi, la historia de mi abuela armenia”.

Armenia, el origen que siempre llama

Me debía una tercera vez en Armenia. Y ahora que volví, sé que me debo una cuarta, una quinta, una sexta y quién sabe cuántas más. Armenia siempre llama y quizá alguna vez me quede para siempre y pare de contar…

Mi aterrizaje en Erevan, la capital, el 17 de febrero, fue gracias al llamado de mi editorial en Armenia, Newmag, que tradujo al armenio y publicó una de mis novelas, «Rojava«, editada por Penguin Argentina. Cuando me invitaron, sabía que me quedaría todo lo que pudiera, pero nada dije. Tenía varias cuentas pendientes con Armenia y las sigo teniendo.

Presenté la novela, me entrevistaron en muchísimos canales de radio, televisión y prensa gráfica, me reconocían por la calle, en el supermercado y hasta en la Feria de Artesanías y antigüedades más famosa de Erevan, la “Vernissage”. Me lo había advertido mi editor local, Artak Alexanyan, y no le creí.

Después de terminar la gira de «Rojava», alquilé una “casita soviética”, como me gustaba llamarla, e hice propio ese lugar durante tres meses. Todavía extraño la rutina de levantarme, tomar el té de menta naná o de urdz, tomillo. Regar las flores que yo misma planté en el jardín. Revisar cada brote del parral esperando las primeras uvas, como lo hacían mis abuelas, María y Armenuhi en Villa Urquiza. ¡Cómo las extraño! ¡Cómo extraño Armenia!

Conecté con el origen, con todos mis ancestros, mis almas que me constituyen, en ese lugar. Se me aparecían cada mañana mientras barría con la escoba de palo bajo de Medio Oriente el patio para quitar el agua. Un misterio que sólo sucede en Armenia. Barrer el agua con escoba. Me hacía feliz. Me hace feliz y no fue fácil Armenia. Nunca lo es.

Armenia, cimbronazo de emociones y vivencias extremas, siempre. Lo comprobé en 2016 y 2018. Y esta vez no fue la excepción, pero multiplicado por tres. Quizá por los tres meses que pasé, en los que compartí más tiempo con mi familia, descendientes de una de las hermanas de mi abuela Armenuhi que quedó viviendo en la Armenia soviética. Nadie en mi familia tendió lazos tan imposibles de describir. Nos lo confesamos en secreto, abrazados y llorando. Sintiendo que cerrábamos un círculo de amor roto por el genocidio de 1915 y abriendo tantos otros, el legado de la vida, el legado del sobreviviente que es más fuerte que la violencia y el odio. Que la discriminación y la armenofobia. Que los crímenes de lesa humanidad. Que la apatía del mundo.

Será ese fuego interior el que me hizo comenzar a aprender a leer, hablar y escribir en armenio de grande -porque mis padres me lo prohibieron por todo lo que ellos sufrieron al adaptarse para ir al colegio en Argentina sin saber hablar español- y luego el año pasado, hacerme ciudadana armenia.

En Armenia, además, necesitaba conectar con la tierra después de escribir mi novela «Artsaj» (Penguin Argentina, 2022). Visité el panteón de Yarablur, donde yacen nuestros santos mártires de Artsaj y dejé una flor junto a los chocolates que les llevan sus familias. En este lugar en las afueras de Ereván, azotado por el viento, sólo se escucha el golpeteo de las banderas armenias y de Artsaj que contrastan su color rojo, azul y anaranjado -las de Artsaj con la escalerita blanca- contra la piedra blanca y gris. Flamean erguidas en lo alto de los mástiles junto a cada tumba. A veces, corta el silencio el llanto desconsolado de una madre. En realidad se escucha el silencio de las familias, hermanos, amigos que llegan con flores, abrazados y tomados de la mano. Se los escucha en silencio mientras pasan horas sentados en un banco junto a su ser querido, junto a la foto grande -a veces en holograma- que acompaña sus restos.

Esta vez no pude llegar a Artsaj, por el bloqueo ilegal que ejerce Azerbaiyán sobre esta República independiente y autónoma, poblada históricamente por armenios. Pero participé, necesariamente, de la vigilia del 24 de abril, en que conmemoramos el Genocidio contra el pueblo armenio por parte del Imperio Otomano ocurrido entre 1915 y 1923. Este año, en Ereván, tuvo mayor significado y también mayor afluencia de gente. Con Artsaj bloqueada, nos concentramos frente a la Casa de Gobierno, desplegamos las banderas armenias y de Artsaj, y encendimos las velas y antorchas. Al caer la noche, comenzamos la peregrinación hacia la colina de Tsitsernakabert, el Memorial del Genocidio, mientras entonábamos las canciones heroicas armenias.

Dejé mi antorcha en nombre de todos mis ancestros y de todos nuestros santos mártires junto al fuego eterno. Lo hicimos en la más absoluta oscuridad, sólo iluminados por el resplandor de las llamas, rodeados de una montaña de flores que caían como abrazos junto al origen. Volví a casa, mi casita soviética, muy pasada la medianoche y me puse a escribir hasta que amaneció. Toda mi vida se agolpó en mi pecho y en mi estómago. Todas las imágenes, todas las preguntas, todas las luchas y batallas. Lo siguen haciendo.

Mi abuela Armenuhi calló durante sesenta años lo que le había sucedido. Mis padres, que tampoco están, tampoco hablaban. Lo cuestioné. Era una razón de supervivencia. Por mi parte, renací en 2015 cuando se cumplieron cien años del Genocidio Armenio. Mi vida dio un giro del periodismo hacia la literatura y me largué a escribir novela. Hoy convivo con esos dos latidos. Periodismo y literatura. Mi diástole y sístole para respirar. Ciento ocho años después me encuentro, como todos los armenios y mucha gente más que nos acompaña, pidiendo para evitar otro genocidio, esta vez contra el pueblo armenio de Artsaj. Alzaremos la voz de la Memoria todas las veces que haga falta. Hasta que se haga Justicia.

Magda Tagtachian

Visita al pueblo de Khachardzan, en la región de Tavush. Gracias a la ayuda benefactora de la diáspora argentina se asfaltó la calle principal -se llama Argentina- , se construyó red de agua potable, escuela y polideportivo.

Mi abuela Armenuhi, de Aintab a Villa Urquiza

Armenuhi, que en 1915 huyó de su pueblo Aintab, en el sur del Imperio Otomano, hoy Turquía, cuando tenía un año y medio. Armenuhi que viajó escondida en la alforja de un burro y cruzó el desierto sin agua y sin comida hasta llegar a refugiarse en Alepo, Siria. A los siete años, regresó con su familia a Aintab.

Los armenios siempre quieren volver a su hogar y vivir en paz. Pero la orden de deportación y la cacería continuaba. Esta vez, en 1920, subieron a ella y a su familia a un tren que los deportaba al desierto de Der Zor donde los armenios morían por inanición: sin agua, sin comida, bajo el rayo ardiente del sol y congelados por las noches, caminando en redondo, hacia ninguna parte. Como en Artsaj hoy. En 1915 fueron las “caravanas de la muerte” donde además fusilaban a los hombres fértiles y los turcos violaban a las jóvenes armenias, llevándolas como esclavas sexuales, cambiándoles su identidad para siempre y marcándolas como ganado en la cara con tatuajes de cruces por ser cristianas, indicando que ahora eran de su “propiedad”.

Magda Tagtachian

2016 mi primera visita a la Catedral de Ghazanchetsots en Sushi, Artsaj. En la guerra de 2020 fue bombardeada por Azerbaiyán que usurpó Sushi y convirtió esta catedral en mezquita.

A bordo de ese tren rumbo a la muerte, el bisabuelo Housep Demirjian descubrió un hueco en el piso del vagón. Esperó a que se hiciera de noche, envolvió a Armenuhi en un trapo y la tiró a las vías. Lo mismo hizo con sus otros hijos menores, su esposa embarazada y último se escabulló él. Llegaron de nuevo caminando a Alepo, sin agua y sin comida.

Armenuhi nunca lo contó. Hasta que en el cine de la Avenida Triunvirato, una tarde de 1980, proyectaban “Los unos y los otros”, de Claude Lelouch. Armenuhi se quebró cuando la mamá judía arroja a las vías del tren a su bebé. Los llevaban a un campo de concentración. Armenuhi no podía detener el llanto. Tomó de la mano a su hija, mi tía Alicia Tagtachian, y sesenta años después, contó todo.

Magda Tagtachian

Presentación de Rojava en la Embajada Argentina en Armenia, junto a Artak Alexanyan, editor armenio de Rojava, y Mariano Vergara, embajador argentino en Armenia.

Genocidio que no se condena, genocidio que se repite. Sucedió en 1915 y sucede hoy, como sucedió en 1939. Precisamente en el Memorial del Museo del Genocidio en Ereván, las paredes reflejan esta frase de Hitler: “Después de todo, ¿quién se acuerda de los armenios?”

Armenuhi me enseñó a transformar el dolor en belleza. A no bajar los brazos. Mis ancestros me dieron la sangre cien por ciento armenia desbordante de cultura, tesoro de la humanidad. Sea cual sea la amenaza, defenderemos nuestras raíces e identidad. Lo llevamos en el ADN desde hace cinco mil años. La única muerte es el olvido.

Magda Tagtachian

Magda Tagtachian

La autora de esta nota, escritora y periodista, que publicó las novelas Artsaj, Rojava y Alma armenia, acaba de vivir varios meses en la tierra de sus antepasados.

Fuente: Agencia Télam.


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