La mejor manera de presentar a esta familia es con la siguiente descripción de su piedra angular, Ariel Scher.
Ariel es mucho más que un diploma al mérito en periodismo deportivo escrito de la Fundación Kónex, uno de los premios más prestigiosos de la Argentina.
Ariel es mucho más que un periodista activo desde 1982 en medios como los diarios La Razón y Sur, la agencia de noticias Interdiarios, la revista Noticias y hoy en el diario Clarín.
Ariel es mucho más que un docente en la escuela de periodismo deportivo porteña DeporTEA.
Ariel es mucho más que un participante tradicional en debates sobre los lazos entre el deporte y la política, la sociedad, la violencia y la literatura.
Ariel es mucho más que el autor de los libros «Fútbol, pasión de multitudes y de elites» (junto con Héctor Palomino); «La Patria deportista»; «Wing izquierdo, el enamorado (y otros relatos)»; «La pasión según Valdano» y «Fútbol en el bar de los sábados», además de intervenir en libros colectivos de cuentos y ensayos sobre deporte.
Ariel es toda esa carrera laboral y profesional y también es desde hace 48 años hijo de Tamara, una sobreviviente del atentado a la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) en Buenos Aires en 1994.
Ariel es un hombre que después del atentado a la AMIA se reencontró cara a cara con lo peor del hombre el 11 de septiembre de 2011 en New York, donde estaba luego de cubrir el abierto de tenis de los Estados Unidos, que había finalizado dos días antes..
Ariel es un hombre que pese a ver esas obras de destrucción en Buenos Aires y en New York, rezuma en sus escritos y voces y hechos la esperanza de un mundo justo para todos los seres humanos, en especial para los perdedores de los modelos de la avaricia.
Ariel fue compañero mío en Interdiarios, la mejor redacción donde trabajé en mi carrera profesional iniciada en 1986.
Ariel es uno de los colegas que más quiero y admiro, por su talento, compañerismo, capacidad laboral y porque refleja en sus palabras y en sus hechos lo mejor del ser humano.
Ariel es, sobre todo, un amigo especial, que estuvo y está cerca mío en las cumbres de las alegrías y en los valles de las tristezas.
Dicho todo esto, te cuento que Ariel disfruta de un tiempo especial. Según sus palabras, «los gustos hay que dárselos en vida y, en especial, en los mundiales» de fútbol.
Así que con Ezequiel, su hijo menor, y el respaldo de su familia, decidió hacer «una aventura periodística, comunicacional o como se llame» durante el Mundial de fútbol Brasil 2014.
Ariel y Ezequiel armaron una página en la red social Facebook, donde cada día Ezequiel publica una historia o un cuento mundial desde Brasil y Ariel, otro desde la Argentina.
«Es nuestro modo de cubrir el campeonato. Es, también, una aventura con principio y con fin (…) El final será con el cierre del Mundial», explicó Scher (padre) en una carta enviada por correo electrónico a un grupo de amigos.
La página se llama Familia Mundial y bajo ese título se puede detectar en Facebook. Quienes no forman parte de esa red social pueden leerla sin problemas en www.facebook.com/mifamiliamundial.
Sugerencia: si utilizas Twitter, agrega a Ezequiel (@zequischer) en los perfiles que sigues, porque en ese espacio avisa cuando se publica una nueva nota en Familia Mundial.
A modo de anzuelo, copio abajo una nota de Familia Mundial publicada originalmente aquí, escrita a cuatro manos entre padre e hijo:
Hijo y papá
Tenemos una primera verdad: somos hijo y papá. Tenemos una segunda verdad: de nada, pero de nada, hablamos tanto como de fútbol. Tenemos una tercera verdad: discutimos sobre los mundiales de fútbol cuando hay mundiales de fútbol y, por supuesto, cuando no hay mundiales de fútbol. Tenemos una cuarta verdad: en el Mundial del 2002, con uno abajo de las nubes japonesas de Miyagi y el otro tratando de atajar los fríos de Flores, terminamos frustrados porque uno le aseguró al otro que Caniggia iba a entrar para hacerle un gol a Suecia, pero a Caniggia lo expulsaron sentado en el banco de suplentes. Tenemos una cuarta verdad: en el Mundial del 2006, con uno en un estadio de Leipzig y el otro marchando por Buenos Aires, hubo una fiesta muy nuestra porque hicimos magia y nos miramos a los ojos a través del mar y de las ciudades para conmovernos por el zapatazo triunfal de Maxi Rodríguez contra México. Tenemos una quinta verdad: antes de la final del Mundial del 2010, nos juramos frente a un televisor grandote que si en el universo todavía pueden pasar cosas justas, entonces Iniesta metería el gol con el que España se volvería campeón de todo y así fue. Tenemos una sexta verdad: hacía bastante que, como sociedad de hijo y papá, como experimento de los periodistas que somos, como pasión de fútbol y de mundiales, queríamos contar esto juntos. Tenemos una séptima verdad: en eso consiste este espacio.
Tenemos más. Tenemos un amigo que lloró tres veces en su vida. La primera fue cuando Diego le hizo el gol a los ingleses. La segunda ocurrió quince segundos después, cuando su hijo de doce años le dijo tres veces «golazo» y tres veces «te quiero» mientras volaba de fiebre por ese gol. Y la tercera sucedió treinta segundos más tarde, cuando el que le dijo tres o siete o diez veces «golazo» y tres o siete o diez veces «te quiero» fue su papá mientras volaba no de fiebre pero sí de locura también por ese gol. Nunca más nadie hizo un gol como el de Diego y nunca más nuestro amigo encontró posibilidades de llorar, pero algo aprendió en el día de sus tres llantos únicos: un mundial es una aventura que se comparte en familia.
Ese amigo nuestro suele hablar de una amiga que se abrazó a su abuela materna en cada uno de los partidos de los mundiales que se jugaron entre 1974 y 1990. En 1994, la abuela ya no estaba, pero ella mantuvo el gesto del abrazo y no lo abandonó en ninguno de los mundiales siguientes porque hay cosas que no se abandonan: las abuelas y los mundiales, por ejemplo. Otra amiga resolvió ser madre una vez cada cuatro años, más o menos para los días en los que empezaba un mundial. Hoy, su ritual de cada cuatro años es nuclear a los hijos frente a un pantalla y narrar con detalle cada parto mientras un mundial nuevo se pone en marcha. Además, pronostica que todos sus hijas e hijos repetirán ese ritual cuando sean madres o padres.
Todos nos parecemos de algún modo a nuestros amigos. Así que nos caben, más o menos, las conductas de la especie. Somos hijo y papá, o sea que nuestra biografía compartida está enhebrada con amor, con comidas, con rutinas, con maravillas y, desde luego, con mundiales. Vimos algunos uno a upa del otro y vimos otros uno de viaje y el otro en casa, extrañándonos, pero con la certeza de que nos hablaríamos apenas se acabara el minuto noventa. Puteamos por los que, adentro y afuera de la cancha, hacen del fútbol mucha mugre, aplaudimos al Loco Abreu cuando picó el penal frente a Ghana porque el fútbol es atreverse o no significa nada, jugamos a los juegos de la memoria para reconstruir cómo formaba Bulgaria en el Mundial 94 o qué brasileño marcaba al gran Zidane en el segundo de sus cabezazos campeones en la Francia de 1998, nos unió una argentinidad castigada por demasiados goles alemanes y nos convencimos como se convencen un papá y un hijo de que si un mundial nos regalaba malasangres, el próximo, seguro, iba a ser nuestro.
Esta vez vamos a hacer lo de siempre y lo que jamás. El que viajaba se queda en Argentina, el que se quedaba va a estar en Brasil. Y, sueño de mil sobremesas, juego chiquito gracias al gran juego que es el fútbol, Mundial nuestro en medio del Mundial que es de millones, vamos a desparramar crónicas, cuentos, historias, lo que se nos antoje, durante un mes y en este lugar. No hay secretos: un mundial es una aventura que se comparte en familia. Inclusive, el amigo de los tres llantos por el gol de Diego prometió leernos. Cualquiera de ustedes está invitado a hacer lo mismo. En una de esas, hasta a alguien se le da por imitar el gol de Diego. Lo único que avisamos, si nos toca ese asombro, es que vamos a llorar más de tres veces. Por ahora suena a milagro, pero nunca se sabe: acaso sea esa nuestra próxima verdad.
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