A las 15.30 del 11 de marzo de 2015 me senté en el Bar Británico ante Miguel de Cata, uno de mis 50 invitados para celebrar mis 50 años, una idea sobre la cual puedes leer más en esta nota.
Mientras despachamos dos sándwiches bautizados con el nombre del tradicional bar ubicado frente al parque Lezama junto a una gran cerveza Stella Artois, Miguel, de 61 años, me contó gran parte de su vida que no conocía.
Escucharlo es muy placentero, porque es un hombre con mucha experiencia de vida y en el trato con las personas.
Miguel ama viajar por el mundo Junto a Margarita, su esposa, y también le encantan los asados.
Tiene una visión positiva y agradecida de la vida, es raro escucharle una queja o un reclamo. Esa actitud proviene de un hombre que entendió que la misericordia de Dios debe fluir a través de él en forma sencilla, práctica y concreta, hacia los demás.
Dueño de un comercio de artículos de iluminación (es anunciante de este blog), Miguel repara, con un poco de tristeza y resignación, que las personas cada vez son más maleducadas: “La gente no dice ‘hola’ al entrar al negocio”, observó.
Como otros de mis invitados, está alejado de las tecnologías de la información y la comunicación. Con orgullo me mostró su teléfono móvil Siemens, que sólo soporta voz y mensajes cortos de texto (SMS) pero cuya batería dura casi una semana sin necesidad de recargarla.
En su juventud trabajó en el servicio técnico de la empresa de equipos de audio Audinac, que puedo ver desde mi departamento en la ciudad de Olivos. ¿Me habrá recibido en ese lugar Miguel un radiograbador de la marca JVC que llevé varias veces en la década del 80 para su arreglo? No pudimos responder a esa pregunta porque, según coincidimos, “éramos muy jóvenes”…
Nos conocimos en 2005 en la Iglesia Presbiteriana de Olivos, donde Miguel es uno de los ancianos, uno de los miembros del cuerpo de conducción de la congregación.
Al igual que el resto de sus colegas en esa iglesia, nunca le vi y escuché gestos y palabras autoritarias desde esa función pastoral. Ese rasgo lo describe muy bien.
Luego de una hora y media en el bar, nos levantamos y subimos a su automóvil, con el que me llevó hasta mi casa. Fue una excusa para alargar la charla y para que hablara un poco sobre mí: “Al final hablé más yo que vos, que sos el que cumplís años”, me recriminó con una sonrisa.